La crisis financiera de Petróleos Mexicanos (Pemex) ha dejado de ser un tema técnico reservado para despachos contables o reportes bursátiles.
Hoy es un problema estructural que amenaza con colapsar cadenas productivas enteras, destruir empleos, erosionar la confianza institucional y generar una reacción en cadena con consecuencias profundas en el sur del país.
Según contratistas y fuentes directas del sector energético, la deuda real que Pemex mantiene con sus proveedores podría superar el billón de pesos, el doble de lo que oficialmente reconoce la administración federal.
Esta cifra no es una simple discrepancia contable: es el reflejo de una política pública que ha preferido maquillar números antes que enfrentar la realidad.
Entre 2019 y 2024, el Gobierno Federal inyectó más de 1.38 billones de pesos en apoyos directos e indirectos, incluyendo condonaciones fiscales por más de 79 mil millones solo en 2024. ¿Y el resultado? Una empresa que produce menos crudo (1.4 millones de barriles diarios en 2024, un 6.5% menos que el año anterior), que no logra autofinanciarse y que ha paralizado a cientos de sus proveedores por la falta de pago.
La presidenta Claudia Sheinbaum, en un intento por mostrar control, ha anunciado un "esquema especial de pagos", sin fechas claras ni compromisos firmes. Mientras tanto, en el sur de Veracruz, en Campeche y Tabasco, empresas pequeñas y medianas están cerrando sus puertas.
No pueden pagar nóminas, no pueden cubrir cuotas patronales ante el IMSS ni responder a demandas laborales. El daño ya está hecho, como afirman varios empresarios: aunque se pagara mañana, muchas empresas ya no sobrevivirán.
La desesperación ha abierto la puerta a una práctica aún más alarmante: la intermediación informal o, dicho sin eufemismos, la corrupción directa.
Empresarios del sur de Veracruz denunciaron días atrás que funcionarios o gestores les exigen entre 5 y 10 % de comisión para "destrabar" pagos de facturas vencidas. El Estado mexicano —a través de su empresa petrolera— se ha convertido en rehén de prácticas que antes eran atribuidas exclusivamente a mafias privadas.
Peor aún, las nuevas reglas impuestas por Pemex exigen múltiples requisitos y, en algunos casos, la negativa abierta a pagar facturas generadas en la administración anterior, una postura que raya en la ilegalidad y que podría derivar en demandas multimillonarias contra la empresa... y contra el propio Estado mexicano.
La prolongación del impago tiene efectos devastadores. No se trata solo del cierre de empresas: se pierden empleos formales, cae la recaudación fiscal local, se detiene la inversión en sectores estratégicos y se incrementa el malestar social en regiones donde Pemex era, hasta hace poco, el principal motor económico.
Si la tendencia continúa, podríamos ver un fenómeno de desindustrialización regional, particularmente en la franja petrolera del sureste.
La presidenta Sheinbaum tiene una oportunidad histórica —y una obligación política— de marcar un nuevo rumbo.
Transparentar la deuda real de Pemex, establecer un calendario público de pagos y abrir canales de diálogo directos con los proveedores sería un primer paso.
El segundo, más complejo pero urgente, es rediseñar el papel de Pemex en la economía nacional: ¿seguiremos apostando a una empresa que consume más recursos de los que genera?
Si no se actúa con determinación, el costo lo pagaremos todos, no solo los empresarios del sur, sino millones de mexicanos que dependen de una economía que aún gira, en gran parte, alrededor del petróleo.
Porque cuando el Estado deja de pagar, lo que colapsa no es solo la empresa, sino la confianza en las reglas del juego. Y sin reglas claras, no hay país que avance.
La reciente detención de elementos de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) de Veracruz por extorsión no debería sorprender a nadie.
Es un patrón recurrente en un estado donde la corrupción policial ha sido endémica por décadas. Sin embargo, lo verdaderamente relevante no es el hecho en sí, sino lo que revela sobre las fallas estructurales del sistema de seguridad y la ambigüedad de los discursos oficiales.
El modus operandi descrito —uniformados llevando a ciudadanos a cajeros automáticos bajo amenazas— evidencia una audacia criminal que solo puede prosperar en un entorno de impunidad institucionalizada.
Que el Gobierno Estatal haya actuado con celeridad es positivo, pero insuficiente. La pregunta clave es: ¿se trata de una acción aislada o del inicio de una depuración real?
Hasta ayer por la tarde, el silencio de la SSP era elocuente. En lugar de transparentar el caso —número de implicados, zonas afectadas, mecanismos de supervisión fallidos—, opta por el hermetismo.
Esto mina la credibilidad del operativo y alimenta la percepción de que se trata de un acto reactivo, no de una estrategia integral.
La gobernadora Nahle enfrenta un dilema: puede convertir este caso en un parteaguas, con reformas profundas en reclutamiento, supervisiones aleatorias y rendición de cuentas, o limitarse a la retórica de "cero tolerancia".
Veracruz merece algo más que gestos: exige una reingeniería institucional que rompa, de una vez por todas, el matrimonio perverso entre delincuencia y autoridad.
El tiempo dirá si hay voluntad política para ello.
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